4 diciembre, 2024
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XVII Pregón de la Semana Santa de Álora (2003)

PREGÓN DE LA SEMANA SANTA DE ÁLORA DE 2.003

Francisco de la Torre Prados

Gracias, querido Antonio Vergara, por tus palabras llenas de elocuencia y de animo.

Hay en mi memoria un día radiante y ya lejano.

Una plaza expectante y febril, que se va llenando mientras llegan a nuestros oídos sones penitenciales. Con el rostro de cera ultrajada y sangrante, avanza por calle Bermejo un Nazareno de túnica morada. Su mirada es tan triste, que la plata que cubre el leño de la cruz o el oro que, trabajado prodigiosamente, embellece su túnica, no hacen sino aumentar el escarnio de la corona de espinas.

Llega después, por otra calle y portada lentamente, la llorosa Madre, la Virgen de los Dolores.

Era primavera y los almendros apenas habían dado la alternativa de flor a los naranjos y el aire era aroma y la luz más limpia que en ninguna parte. Álora en mi recuerdo, Álora de romance.

Revivo los colores del campo, a la llegada. Revivo los sonidos de campanillas, timbales y bandas de cornetas y tambores y la enfervorizada vibración en la plaza.

Como en otros encuentros que yo conocía, Jesús y Dolores se acercan y se alejan, mecidos suavemente. Parecen contemplarse compadecidos. Y luego, en un ritual que veo por vez primera, se postran sobre las rodillas que hincan en la tierra los hombres de trono – sólo cuatro hombres- de la cabeza de los varales. Y otra vez. Otra, y nos gana el asombro.
No sé cuánto duró, pero todos estábamos pendientes de ese ejemplo perfecto de coordinación y de esfuerzo. Parecía que dos bandos competían y se medían las fuerzas, con vítores y aplausos, de eso no hay duda; pero los sentimientos que transmitían, la emoción desbordada que nos sorprendió a todos, desvelaban que se trataba de algo más hondo que una mera pugna de habilidad o fuerza.

Mirad en qué consiste la porfía:
una madre bellísima y doliente
que ve marchar a su Hijo a la agonía
y las proezas de una buena gente
que intenta retrasar su Despedía.
……………………………….

Rvdo. Sr. Párroco. Excelentísimas autoridades, Hermanos Mayores de las Cofradías y Hermandades de Álora, Cofrades, señoras y señores, amigos todos, etc.

Debo y quiero expresar, desde el principio, mi gratitud profunda y emocionada a quienes me han encomendado la honrosa responsabilidad de proclamar que un año más Álora, la hermosa, la bien cercada, cuna de cantes y halagada por la naturaleza, se va a convertir en escenario de un drama sublime. Que Álora se va a fundir con la Pasión de nuestro padre Jesús y con el dolor indecible de María y los va a acompañar en los templos y en las estaciones penitenciales, viviendo en su corazón el sacrificio culminante de la Redención. Que un año más, Álora -que reúne en si la cultura, el culto y el cultivo- se unirá a ese misterio con un inmenso caudal de devoción y de belleza.

Es, ciertamente, una responsabilidad enorme porque Álora se merece las mejores voces, como las ha tenido hasta hoy, en las personas de los brillantes pregoneros que han exaltado en años anteriores su Semana Santa y han sido ejemplos de malagueñismo y sentimientos cofrades. Y es una responsabilidad honrosa porque el hecho de añadir mi nombre a esa lista es para mí un verdadero honor.

Pero sucede que el pregón tiene su norma y su arte y ese arte – y bien que lo siento- no es el mío, porque no soy poeta y en Álora, como en los cuatro puntos cardinales de Málaga el pregón es anuncio y exaltación, pero también es cantar y belleza. Y tampoco lo voy a buscar en voz ajena ni en pluma prestada, porque de lo que amamos y de lo que respetamos hay que hablar con el propio corazón y, cuando no quede más remedio, con las lágrimas propias.

Por eso, suplico a la Virgen, en su doble advocación de Flores y de la Cabeza, ayuda para abordar esta tarea y pido confiado toda vuestra benevolencia para intentarlo.

Por muchas razones y ante todo:

Porque tengo desde la infancia una especial admiración y afecto por Álora, como todo el que la conoce; porque tengo, además, con su Semana Mayor -que mantiene una singular pureza y solera- la deuda de aquélla inolvidable experiencia de la Despedía.
Porque quiero también unir mi pequeño esfuerzo al grande y duradero que, en la defensa de las tradiciones, la religiosidad y la cultura de Álora hacen sus cofradías y sus gentes.
Porque soy consciente de que a vuestro entusiasmo, a vuestra fuerza, al testimonio de vuestra espiritualidad y de vuestro amor le debe -le debemos- que vuestra Semana Santa tenga, además de todos sus valores tradicionales, además del prodigio de su arte y su riqueza, tenga, repito unos modos, un estilo, una belleza peculiar incomparable, ya reconocidos, difundidos y admirados.

Soy hombre de base y enamorado de la Semana Santa de mi pueblo y como tal vengo. Quiero decir bien claro que estoy convencido de la importancia sustancial que tienen las Hermandades y Cofradías por sus abnegadas actuaciones durante todo el año en ámbitos variados: apostólicos, pastorales, asistenciales, docentes, culturales y artísticos; pero muy especialmente en lo que constituye su fin primario: el mantenimiento de unos actos de solemne culto externo, de legítimo y bellísimo culto externo que culminan en la Semana de Pasión.

Y hablo de hoy, de ahora, de estos comienzos de un nuevo siglo, y de esta sociedad tecnificada y de este mundo conflictivo en el que las Cofradías y los cofrades tenemos, como cristianos, obligaciones irrenunciables de testimonio de fe y de vida, de coherencia personal y de compromiso social y hemos de mantener el afán de perfeccionarnos y de profundizar doctrinalmente nuestra formación.

Pero junto a ello, también tenemos, como tales cofrades y hermanos, el íntimo deseo y la responsabilidad histórica de mantener nuestra tradición, de mantener viva esta teología directa de la experiencia y la emoción que son las procesiones y los tronos, porque es la única a la que muchos seres humanos tienen acceso todavía y puede ser fructífera para todos; tenemos el deseo y la responsabilidad de no permitir que se pierda nuestra peculiar estética barroca y todo este legado de belleza y de devociones que culmina en la pleamar de sentimientos de nuestra Semana Santa.

Que no es lo principal, lo sabemos. No son los hechos sustanciales, pero tampoco es prescindible ni desdeñable lo externo y circunstancial, cuando manifiesta lo esencial e interior y mucho menos cuando esa manifestación es, en si, grandiosa, elevada o bellísima.

No hay contradicción: sólo es una cuestión de mantener ese equilibrio difícil -siempre en peligro de pasarse, pero sin pasarse- que suele tener todo lo andaluz, por más humano. Son unas vivencias muy complejas, que complementan el hecho religioso sin suplantarlo y para las que se debe reclamar todo el respeto del mundo. Es mucho más que la inquietud elemental de lo que se ha llamado fe del carbonero. Es reconocimiento del misterio y sentimiento religioso, pero también fenómeno filosófico, psicológico y antropológico.

Porque es eso: un hecho humano y, por lo tanto, lleno de matices, de los que no podemos despojarlo sin que se empobrezca. Un hecho humano y, por lo tanto, algo que podemos y queremos vivir con toda el alma, pero también con los cinco sentidos de nuestro cuerpo.

El desfile solemne y estilizado de nuestras procesiones intenta representar ante los ojos de los cristianos los trances culminantes de la historia de la Redención y los rodea de arte y belleza, de delicadeza admirable y sabia en los detalles. Algunos de nosotros se quedarán ahí. Y es mucho; pero no es todo: porque esos tronos impresionantes, flanqueados por filas interminables de nazarenos, envueltos en un ritual depuradísimo, fruto de los siglos, crean en torno a si motivaciones muy poderosas y ámbitos muy ricos de oración, meditación y compasión purificadora.

Y algunos se preguntan qué mueve a tantos hombres tan distintos y a tantas mujeres a salir cada Semana de Pasión acompañando a sus titulares durante horas y kilómetros, qué les mueve a meter el hombro bajo los varales, portando, alzando, meciendo, acariciando tronos de peso enorme, y a gritar hacia adentro cientos de veces «¡arriba!», y a seguir las órdenes de los capataces, llevando ese paso mesurado hasta el agotamiento, o a crecerse y empujar con hombros y mejillas contra el varal, cerrando a veces los ojos y apretando la mandíbula en el esfuerzo, pero serenos y felices ¿Y qué mueve a los hombres de trono de las cofradías de Jesús y de Dolores a esa pugna esforzada de genuflexiones, que se transmite como un eco en la Plaza Baja, que se comparte y se jalea?

¿Qué les mueve? Yo no podría responder. Creo que cada uno tiene sus respuestas. O nadie. Yo me quedo con el testimonio de tantos amigos que dicen que, cuando están bajo el varal o caminan con el hachón o con la cruz a la vera de una imagen de María Santísima o de Jesús en su Pasión, no sólo se sienten más cerca de Ellos, sino que se saben amigos, unidos. Que cuando ya no pueden casi empujar, levantan la mirada al rostro hermosísimo de la Madre o a la sangre del Hijo y siguen adelante. Son hombres y mujeres de fe y de compromiso, capaces de meter el hombro también en el tiempo nuevo y en las nuevas reponsabilidades.

Son hombres y mujeres de corazón y de sentimiento. Para mí, eso es lo que mejor define a un nazareno o a un hombre de trono. Y a cualquier ser humano. Porque algunos de los que recorren penitencialmente nuestras calles pueden haber perdido su fe; pueden no haberla tenido nunca; pero de lo que no hay duda, es de que respetan la fe de los demás, de que sienten el valor y la belleza que tiene la tradición y conservan la emoción del recuerdo infantil.

Y también estoy seguro de que quieren a nuestra tierra, porque desean conservar nuestras señas de identidad, nuestras tradiciones, nuestra historia, como referencia permanente de su ser y de su hacer.

Los atardeceres se van alargando y en toda la naturaleza se ennseñorea la primavera. Ya todo anuncia la llegada de la Semana Grande.

Abramos la ventana, despertemos la sensibilidad. Álora ha preparado el marco incomparable: nos ofrece jazmines, azahares, alhelíes, el olivo, el romero que adornarán los tronos o alfombrarán las calles y aromarán el aire. Y los colores que darán realce y telón a tantas imágenes patéticas y hermosas y fondo al parpadeo de la candelería.
Su gracia y su belleza triunfarán en las callecitas estrechas, en los cierros en sombra, en las esquinas donde nos puede embargar una ráfaga de viento tibio, preñado de perfume o sorprendernos a traición el último soplo fresco de un invierno recién desterrado y que van a ser, en pocos días y durante siete, estaciones de nuestro Via crucis.

Las seis cofradías de Pasión de Álora, que pasan el año contando los días al revés, llevan ya tiempo de actividad ilusionada y tensa. Ya está programada la sucesión de actos penitenciales, triduos, quinarios, novenarios. Y se reiteran los anuales cuidados, casi ritualizados: se bruñen, se repasan, se disponen tronos y enseres, túnicas y atavíos. ¡Qué feliz regreso del olor de la cera! Todo tiene que estar perfecto, por lo menos. ¿Cuántos ensayos han hecho ya las cuatro bandas o agrupaciones músicales?

Cuando llegue el momento, cuando se escuchen toques de campana, tambores y saetas y huela a incienso y romero, pero también a canela y matalahuva, vuelve a tu antigua calle, volved todos al barrio maternal, al viacrucis o a ver la procesión en la esquina de siempre. En estos días, el que más y el que menos persigue sus recuerdos de infancia. O los encuentra, de repente, sin buscarlos, en cualquier contraluz de belleza increíble.

Es Domingo de Ramos y Álora reluce como recién creada.

Para dar comienzo a la Semana de Pasión, Jesús tendría que venir a esta nueva Jerusalén, sobre humilde montura. «¡Gloria al Hijo de David!». No se verá este año el trono de la pollinica, del granadino Martín Simón. Lo sentiremos y más aún lo sentirán los niños, los de túnica celeste y todos los demás chavales, que esperan siempre ilusionados su salida. Pero seguro que no faltarán palmas y ramos de olivo que nos recuerden que el Maestro, de mañana, entró en Jerusalén ovacionado: aplauso humano, triunfo pasajero.

Y en unas pocas horas, se va a desarrollar una lección de vida inolvidable, porque entre esa entrada triunfal y el estremecimiento de la Oración del Huerto, vamos a encontrar un contraste que nos acerca a la esencia de la humanidad de Jesús; porque más tarde, ya entre dos luces, habrán hecho bajar desde el Calvario -el de Álora- el trono de la Oración en el Huerto y, con un vértigo de negras sensaciones, encontraremos a un hombre que se quiebra, que tiembla y suda sangre. «Pase de mí este caliz». Pero, llorando y todo, abandonado, se vuelve al Padre y ora con el corazón, acata la voluntad de Dios y se levanta al negarse a si mismo. «No se haga mi voluntad, sino la Tuya».

Nunca tan hombre, nunca tan ejemplo de hombres.

Y esta villa sensual y colorida detiene el reloj y se queda suspensa, como si no entendiera que un Rey esté sometido, un varón justo preso, un Dios escarnecido. Y le acompaña con sus oraciones, con el traslado del Cristo Crucificado de los Estudiantes hasta la capilla de las Torres y con actos de culto de gran recogimiento, como el Via Crucis que se celebra el miércoles.

Hasta que amanece el Jueves Santo sobre las viejas y nobles piedras de las Torres y su Señor se pone en marcha sobre hombros firmes y pechos constantes, calle Ancha abajo, hacia su gente, que le espera y le busca. Es Nuestro Padre Jesús Nazareno de las Torres, el dulce Jesús de Álora, que cambia su capilla por la Parroquia de la Encarnación, por poco tiempo, siempre rodeado de amor y largas filas de hombres que se honran y se enorgullecen con las túnicas y capirotes morados de su Archicofradía.

¡Cuántas promesas! ¡Cuántas flores, cuantas luces adornan tu tristeza en esa procesión severa, acompasada por el ronco tambor! El arte impecable de Navas Parejo ha conseguido que la bondad injuriada de Tu rostro nos conmueva y nos acerque a Tí. Es el momento en que la procesión de fuera y la de dentro se cruzan en nuestros ojos.

Álora, la de dentro y la peregrina, la cofrade y la que no lo es, está en la calle o en las ventanas. Forasteros, no hay ninguno, porque aquí nadie es ni se siente forastero.

El pueblo que te sigue ha convertido
En seda y oro fino tu estameña:
es la forma andaluza y aloreña
de mostrarte su amor agradecido.

Las calles estrechas se ahorman al paso solemne de los tronos y en sus paredes se proyectan fantasmales las sombras de los penitentes.

Llega la hora terrible ¡Que se haga el silencio! Que el Crucificado de Estudiantes va a expirar en Álora. El ronco sonido de los tambores enturbia el aire detenido y lo rompe una saeta en una voz oscura, un martinete de quejido irremediable.

María, la Madre solícita, la mujer tierna y cariñosa, que teme por su Hijo hasta cuando no hay peligro, lo ha seguido de lejos. Llena de presentimientos iba detrás de Él hacia Jerusalén, pero el Domingo de Ramos de este año no podremos verla con su nombre suave de Amparo Auxiliadora y su dulce sonrisa ensimismada.

El Jueves Santo es María del Amor, doloroso amor que no tiene más alivio que nuestra entregada compañía y la cercanía del discípulo amado, iluminado y tierno, con todo el patetismo subrayado por la música de cornetas y tambores. Juan el Evangelista siempre estuvo cerca, leal y disponible y no es casual el protagonismo de su figura juvenil, porque sin duda fue el único consuelo de Jesús.

Van hacia el Calvario. No quieren dejarlo solo ni en la cruz. Menos que nunca. Y allá están los más frágiles, para enseñarnos que es el amor el que da fuerza. Está María, agotada y sin lágrimas. Está el más joven, Juan el Evangelista, con el apoyo de su fidelidad, y las santas mujeres. Santas, que no débiles. ¡Madre, ahí tienes a Tu Hijo!

Y será por fin la Virgen de los Dolores, bajo palio

Madre mía, te invoco con muchos nombres, pero con un solo amor. ¡Dolores Coronada, de luto y sin consuelo, Reina del silencio y la tristeza! Va con el generoso corazón atravesado por la espada de dolor que se le había profetizado. Madre dolorosa

Oh, Madre mía no llores.
¡Cómo lloraba María!
La llaman desde aquel día
La Virgen de los Dolores.

Dolores de Álora, de hermosura deslumbrante y talla antigua, con la carita arrasada por las lágrimas. ¡Con cuánta emoción te escoltan tus cofrades de negras túnicas!

La Madre de los Dolores (vestida todavía con oro y escoltada por la legión) y Jesús Nazareno, al que se llevan preso para siempre, se encontrarán de nuevo el Viernes Santo, en el diálogo último de esa Plaza Baja que es, a mediodía, centro del corazón de todos los hijos de Álora (se encuentren donde se encuentren) y de todo el Valle. Si alguien quiere entender aún más nuestra Semana Santa, que se fije en las miradas que clavan en los rostros sagrados, en esos momentos, los que les rodean. Aunque estén bromeando o aplaudiendo, aunque se estén lanzando puyas, por favor, fijaos en sus miradas.

El Nazareno de las Torres volverá a su capilla, calle Ancha arriba, sobre paso ligero de paracaidistas.

Nos queda el silencio terrible del Viernes Santo. Y no lo rompe, solo lo acompasa y le da hondura, ya en la noche, la banda municipal acompañando a Nuestra Señora de la Piedad.

Piedad desconsolada. Recuperas al Hijo, despues de seguirlo durante días, con el corazón desgarrado; pero lo ponen en tus brazos yerto. Es Tu Niño, las estrellas que brillaron sobre la cuna de Belén, son las mismas que iluminan ahora tu rostro asombrado. Nadie entiende mejor tu angustia, Virgen de la Piedad, que desde Tu casa de la Vera Cruz recorres Álora en la noche del Viernes Santo, nadie se mira en Tí con más tristeza, que las madres que están viendo a sus hijos destrozados por la droga o la violencia.

Todo se ha consumado.

Cada sombra de esta villa blanca es un crespón de luto para honrar el traslado de ese catafalco que sostiene el cuerpo yacente, resaltado por cuatro dramáticos hachones. ¿No nos queda ya nada? Si ya no es El que era, nada es lo que era. Es la perplejidad más absoluta. Es una muerte injustificada que justifica nuestras vidas. Ya nada es nada.

Su Madre es quien nos queda. Ahora es María de Ánimas, atribulada entre todas las mujeres, que quiere acompañar en su triste destino a su Hijo, el inocente condenado, el justo humillado y muerto en tormento, como acompaña todo el año a sus hijos de esta tierra.

Luego, será un lucero solitario, la Virgen de los Dolores, Dolores hecha Soledad, triste hasta la muerte y vestida de luto:

¿Ya no hay nadie con piedad,
nadie que a tu lado llore?
Ya no te llamas Dolores,
que te dicen Soledad.

Álora te seguirá en la madrugada, respetando tu pena y bajando la voz. Hasta que llegue la mañana jubilosa del Domingo Pascual y todo vuelva a ser lo que solía. Todo vuelve a explicarse y la faz de la tierra recobra los colores. En el misterio de esta amanecida se resume el principio y el final. El que había muerto, ha resucitado. Aquí, en Álora. Por eso, las Fusionadas procesionarán el trono del Resucitado y todos le acompañaremos. Podemos tener esperanza.

Se habrá completado el ciclo de la Pasión. Una Pasión auténtica, sentida como nos gusta, entendida como hemos aprendido. Como se hace en Álora, bendita sea.

Os convoco a todos a vivirla, y a ser posible, en este marco que parece un sueño, porque la primavera, como cada año, está diciendo que la cuenta atrás ya toca a su fin, que es el principio: con túnica o sin túnica, con capirote o con faraona, como queramos, volvamos a vivir apasionadamente la Semana Santa.

Vamos a acercarnos, a ponernos debajo del trono y decirles, lo mismo al dulce Cristo escarnecido y doliente que a la Virgen, a esas vírgenes de rostro de cera y corazón de miel : aquí estoy otra vez y que sea por muchos años. Porque después de nosotros, estarán nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos. He dicho.

 

 

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