19 marzo, 2024

Rio abajo

A un lado la montaña pelada y pedregosa del Hacho, recortada en el horizonte como una ancha peineta, inmóvil y plomiza. Al otro, las ondulaciones casi rítmicas de múltiples colinas cuajadas de olivos, higueras, almendros, algarrobos. Líneas caprichosas entre colina y colina. Cauces de humildes  regatos, y calidas señales de laborioso caminar humano. Grafías de Dios y del hombre sobre está estremecida plana natural. Y en el fondo del valle, serpenteante y patriarcal, el río.

Mi pueblo vive la suerte de disfrutar de un río: modesto y sencillo, pero río. No de un caudal, presumido y fachendoso, que antes de nada se queda sin nombre y sin personalidad cuando suelta sus humos en un río de verdad. El rio de mi pueblo desemboca en el mar, qué es donde deben desembocar los ríos que se precian de tales. Los afluentes, a mí modo de ver, son como esas eminencias grises que abastecen de fósforo e ideas a las grandes figuras. «El Sil le lleva el agua, y el Miño tiene la fama».

Además, el de mi pueblo vierte sus aguas en el Mediterráneo, lo cual también es digno de tenerse en cuenta. Adivina, adivinanza: ¿Qué río será ese río? ¿Qué pueblo será el que digo? Cuando un río muere en el océano ha de resultarle tremendamente angustioso. Diluirse en la desconocida inmensidad… El Mediterráneo, en cambio, es un mar para andar  por casa, y en él los ríos deben sentirse muy a gusto: algo así como los jubilados, pero conservando el tipo.

Más me estoy desviando del humilde propósito que me señale al iniciar estas líneas. Quería hablar de una división de los ríos por la manera de proyectarse.  Y no creo que sea muy descabellada la distinción entre ríos abiertos y ríos encallejonados. O, con otras palabras, generosos y egoístas. Una especie de elemental catalalogación de estas corrientes de vida que debe ser los ríos.

¿Ríos que van a lo suyo, a cubrir el expediente, a salvar sin pérdida de tiempo el desnivel entre su nacimiento y su desembocadura? Malo. Si los ríos fueran juzgados al llegar «a la mar, que es el morir» no sé, no sé que iba a ser de esas corrientes urgentes y adustas. El agua es una criatura que no ha debido brotar de las manos de Dios solamente para que juegue una especie de rueda galana, monótona y triste, entre el mar, las nubes y la montañas.

¡Benditos ríos abiertos y desprendidos! A la menor insinuación  -una pobre acequia, una humilde reguera artesana apenas señalada- se desbordan en pacífica anegada, en entrega sin reservas ni condiciones. Colores, perfumes, energías, bienestar, esperanzas, alegrías…

¡Qué diferencia, Señor, entre tener que forzar la salida del agua o preocuparse solo de su cuidadosa conducción! ¡ Qué abismo entre estudiar la manera de obligar a alguien a que administre en justicia bienes que no son solo suyos, absoluta exclusividad, o limitarse, embebido en ilusiones, a trazar los necesarios cauces para que el desprendimiento voluntario llegue eficazmente a cada rincón necesitado!

Río abajo, río abajo… Cada día, cada hora, cada instante el río debe ir también muriendo un poco para ganar un mucho. Porque cuando menos río llega el mar, más grande será ese río. Atrás quedarán siempre nobles huellas de su paso, recuerdos gratos de su caricia, cálidas señales en cada corazón beneficiado. Como un ramillete de besos. Como un racimo de piropos.

Río abajo… estoy leyendo a uno de nuestros clásicos a orillas del Guadalhorce. Ahora que empieza la Cuaresma española -permítaseme- la concreción no es mal deporte meditar estos trascendentes motivos sobre textos de clásicos españoles.

«Memento, flumen»

JUAN CALDERÓN RENGEL

3 de marzo 1965

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