Era una de las últimas noches abril. Y, como en todas las de estas extrañas y aciagas semanas, el silencio se había vuelto a apoderar demasiado pronto de las calles. En casa todos duermen. Sentado en mi escritorio, vuelvo a abrir el cajón para salir a su encuentro. Y allí la veo… En ese preciso rincón donde me espera cada vez que busco su certeza entre tanta incertidumbre… Revuelta junto a viejos documentos y fotos de mi familia… Como si fuera un mudo testigo de un tiempo que pasó, y que yo nunca conocí.
Setenta y nueve años han pasado desde que, también a finales de un mes de abril, la gruesa lente de una cámara inmortalizara en Granada esa vieja imagen en sepia. Setenta y nueve años de una instantánea gastada por el tiempo pero que, paradojas del destino, la suerte nos devolvió hace sólo una primavera. Mis ojos miran la estampa. Su papel es reciente… Desprende el olor de lo nuevo. Pero, por el contrario, resume toda una vida para Alhaurín el Grande y para los hermanos de Jesús.
Guardo ese pequeño testimonio de la gran devoción de mis mayores como un tesoro. Viejas anécdotas de aquellos a quienes no conocí cruzan por mi mente mientras me recreo en cada elemento. Tratando de descubrir cualquier nuevo detalle. Y en este preciso, y precioso, instante, cuando sostengo las esquinas de la estampa entre mis manos, pienso en ese tiempo pasado que fue aquella lejana y bendita Primavera del 41, que nos devolvió a “Padre Jesús”. En lo dura y dramática, pero también en lo heroica, y a ratos, inmensamente feliz, que debió ser…
Y mientras lo hago, mis ojos se detienen sobre la larga cortina cubre las paredes de aquel Taller de “Navas-Parejo” en la granadina Carrera de la Virgen. Allí, sobre una alfombra tendida en el suelo, está la imagen del Nazareno. Vistiendo una improvisada y sencilla túnica y un gastado cíngulo que, aunque no se ajustan a sus medidas, no le restan un ápice de Divinidad. Cargando con la misma cruz, y ciñendo la misma corona de espinas, que lo conducirían a Alhaurín el Grande… Preparado para iniciar su camino hacia el Calvario e invitándonos a tomar nuestra cruz y seguir en pos de Él… Bajo la mortecina luz eléctrica de aquella insoportable Postguerra, imagino todas las fotografías que viven dentro de esa fotografía. Como si la instantánea fuera una velazqueña fábula de Aracne, rompiendo los límites del tiempo y del espacio, me adentro en ella. Y allí veo, sudoroso, a D. José Navas-Parejo. Ése Dios de la Madera contemporáneo al que los caminos del nuevo Barroco condujeron hasta Granada para devolver, a una de sus cunas, el viejo esplendor de los Mora y Alonso Cano. Medita frente a “Padre Jesús” esbozando una sonrisa de satisfacción mientras seca el sudor de su calva con un pañuelo y limpia el serrín que llena su poblada barba y la vieja bata blanca de faena que viste. Apiladas sobre las paredes que la perspectiva nos roba algunos bloques de madera maciza y varias imágenes a medio hacer esperan, impacientes, su turno… Es la hora del descanso del mazo y la gubia. La hora del triunfo del artista y, paradójicamente, también la de la última despedida del maestro a la que sería una de sus grandes obras. Aquel Nazareno de Alhaurín el Grande que sirvió de modelo a muchos otros Nazarenos que pueblan la geografía andaluza. Porque la imagen del “Padre Jesús” alhaurino no sólo es un hito dentro de la historia de la Hermandad de los “Moraos”, sino también en la obra artística de Navas-Parejo…
Y de repente, el tiempo, ese tiempo congelado de la fotografía, parece agotarse… Llegan las prisas. Fuera, junto a la Basílica de la Virgen de las Angustias, acaba de aparcar un camión. Su chófer cruza la calle y se dirige al portal sobre el que cuelga un gran letrero rotulado con las palabras “Hijos de Navas-Parejo”. Allí pregunta a uno de los operarios del Taller si está lista la imagen que debía llevar a un pueblo de Málaga. Mientras, el escultor saca, impaciente, su reloj de bolsillo. Ha llegado la hora del adiós. Las agujas marcan el momento exacto y en la estancia aparece una cámara para inmortalizar la escena. Una escena cuya existencia conocía desde hacía casi veinte años y que mi buen amigo D. Francisco Lucas Carraco Bootello puso en mi camino en diciembre de 2018 para que llenara muchos corazones, en Alhaurín el Grande y para que pudiéramos recrearnos en ella, guardándola en nuestras carteras y en nuestros corazones. La fotografía a la que siempre vuelvo la vista cuando todo parece torcerse. Aquella a la que siempre quiero mirar con la Fe, la ilusión y la inocencia de aquella primera mirada de nuestros antepasados.
Es hora de cerrar el cajón. Fuera, la oscuridad se siente cerca. Y aunque tú, mi Nazareno, descansas en el silencio de tu Ermita de San Sebastián has vuelto a buscarme en estos días grises de obligado encierro. En estos días en los que el calendario corre ya inexorable en busca de ese junio infinito de Tu Gloria. Y mientras todas las noticias mencionan una palabra, Pandemia, que parecía un mal recuerdo del pasado, tengo la certeza que con Tu ayuda, volveremos a superarla.
SALVADOR DAVID PÉREZ GONZÁLEZ