19 marzo, 2024

Campana de mi lugar

Con esta locura de ruidos y prisas se va perdiendo la posibilidad y, consecuentemente, la capacidad –porque la función no solo crea el órgano, sino que lo mantiene en forma-  de paladear muchas cosas elementales. A a manjares o bebidas, y tamboén cuadraría el aserto a estas criaturas de Dios, sobre todo, a las segundas, porque pocos pueden permitirse hoy el lujo de saborear de vez en cuando, y como Él manda, unas copas de buen vino. Y no ciertamente por la distancia a que de ellas se encuentre nuestra capacidad adquisitiva -porque la verdad es que el vino no se ha venido comportando demasiado mal con nuestros humildes bolsillos- sino por el tiempo que habría de invertirse en la faena. El tiempo, que será necesario ir pensando seriamente en incluirlo entre los enemigos del hombre. 

También se puede paladear con el olvido, con la memoria, con la imaginación, con el deseo y con muchos otros instrumentos que a esos y otros fines nos han sido colocados, previsora y cuidadosamente, en este robot con alma que somos los humanos. 

Todo este preámbulo viene al cuento de lo que me dice un amigo que se fue hace años de Álora. Me dice que siente nostalgia de nuestras campanas. Yo agregaría que la sentiré también de muchas otras separaciones. Sentir nostalgia de lo que sea ya supone un principio positivo de valoración sentimental de alguien. 

Recuerdo en este momento la polémica que se organizó en un  periódico madrileño como consecuencia de la carta de un lector protestando de lo que él llamaba ruido de las campanas de una iglesia próxima a su vivienda. Justificaba su arremetida con el argumento de que llevaba una vida de intensa actividad laboral y las campanas eran un sustraendo aterrador de sus horas de descanso. El hombre tendrá más razón que un santo, no es ocasión de entrar ahora en materia; pero ésa ha sido la única vez que he conocido a alguien revolviéndose, airado, contra las campanas. Generalmente, ocurre lo contrario. Yo creo más bien que se trataba de lo que decíamos al principio: de incapacidad de percibir la belleza por atrofia del instrumento encargado de su asimilación. Lo que llevaba al pobre a confundir sonido con ruido. 

A mi me han resultado siempre emotivas esas fotografías o  noticias que dan cuenta de alguien que regala una campana a la iglesia de su pueblo. Donar una campana es como enriquecer a quien la recibe con un nuevo idioma. Mejor, con un nuevo lenguaje. Pero además, es como adquirir, por su mediación, el derecho a introducirse, como un inofensivo, bondadoso y servicial diablo cojuelo, en la intimidad de cada casa, de cada familia. Como terciar en los asuntos y conversaciones de los demás sin obligación de solicitar la venia. 

Si pudiera recopilarse lo que sobre las campanas se ha escrito habría para llenar muchos volúmenes. Cuantas alusiones y gratitudes, cuanto motivo de inspiración y fondo heroico, cuanta referencia desinteresada, incluso cuánta historia y leyenda y cuidado que no me refiero a campanas más o menos de Huesca, aunque agregue -ya de paso- que su construcción y posteriores sones no vinieron del todo mal a anarquías, desobediencias, separatismos, mangoneos y empigorotamientos feudales y minoritarios. 

Me refiero a las campanas cantantes y sonantes de nuestros pueblos, a las que aflora mi amigo. Y eso que cuando él me hablaba terminaban de tocar a “agoni”.. Tocar a “agoni” en Álora no es doblar  a muerto, sino anunciar que alguien acaba de fallecer. La expresión es castiza y bonita, aunque sea triste el motivo. No sé si en otros lugares se dará también esta costumbre. El toque de “agoni” se inicia con dos campanadas rápidas, de aviso o atención. Después, lentos y pausados, vienen cinco o siete golpes, según  se trate de mujer u hombre. Casi siempre -porque el pueblo es una familia grande- se sabe, al escucharlo, a quien va dedicado. Pero enderecemos el artículo, que se va poniendo lúgubre, agregando que afortunadamente el toque de “agoni” no es de los que más se prodigan por estos pagos. Son más frecuentes -muchos de ellos- periódicos y diarios los de víspera de fiestas, Angelus, misas, gloria, etc. 

A los que hemos nacido y vivimos al pie de un viejo campanario -los viejos campanarios y los torreones abatidos de viejos castillos son títulos o pergaminos que acreditan la solera y el abolengo de quien los ostenta-, los sones de las campanas los llevamos metidos en el alma, como una lírica compaña, sencilla y casi inadvertida; cuya ausencia nos produce esa aflicción que mi amigo viene padeciendo.

Que Dios nos siga conservando el hilo directo con nuestros venerables campanarios; al menos, si la vida nos obliga a alejarnos algún día de este entrañable rincón, nos mantenga siempre en forma la capacidad de sentir la nostalgia de sus cosas. 

 

28 de septiembre de 1968

JUAN CALDERÓN RENGEL

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