Antonio Lobato, es uno de los últimos regalos a mi vida fruto de la escuela antigua de nazarenos. Se fue con cuarenta y tres años al palco del cielo tal día como hoy, allí las tensiones, discusiones y problemas de cada Cuaresma no existen y todo tiene un sentido trascendente.
Siempre dije que es la máxima expresión de nuestra lema, aquello del que se humilla será enaltecido que muy pocos hermanos de Jesús inentamos poner en práctica. A mí me enseñó el cuento de la cigarra y la hormiga, donde su papel en un segundo plano nos hacía fácil y sencillo poner en práctica cualquier teoría en la vida cofrade o en la vida diaria.
Todavía, y han pasado veinte años, me acuerdo del olor a su droguería de la calle Carmona y las minitertulias que tanto echamos de menos.
Una pena que todo haya cambiado tanto y que no quede nada o casi de la forma de ser que él representó. Cuando vivimos tiempos dificiles a mi me consuela pensar en que Antonio, mi padre y todos los que siguen vestidos de morado cada Jueves Santo están más presente que nunca en la vida diaria.