25 abril, 2024
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Primer pregón de Semana Santa en Álora (I)

Una de las grandes joyas de cualquiera de los textos dedicados a la Semana Santa es sin lugar a dudas el que vamos a reproducir en dos partes, está fechado en 1959,   su autor don Juan Calderón Rengel, reconocido como cofrade de honor en la década de los ochenta, fue una de las personalidades de la cultura de Álora que apoyó y promocionó los orígenes de la actual Revista Nazareno de las Torres que este año dos mil veinte ha cumplido treinta y cinco años de fidelidad a sus lectores.

Mi breve trato con don Juan, bastó para convertirlo en una de mis referencias. Aquella trilogía de sus libros forjaron  mi sueño de que algún día también pudiera aportar mi granito de arena a la historia cultural de Álora sus gentes y sus cosas nombre con el que se publicaron las obras maestras imprescindibles en la biblioteca de cualquier Perote.

Creo sin temor a equivocarme que este “Pregón de Semana Santa de la Hermandad de Nuestro Padre Jesús Nazareno”, fue el primer conato de los lugareños en hacer este tipo de eventos. El ideólogo del mismo debió ser Antonio Aurelio García Bootello, en su afán de que a su Hermandad no le faltara de nada convenció a sus coetáneos para que se celebraran estos actos socioculturales que en aquellos años tuvieron un corto recorrido.

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La Semana Santa de Álora se ha venido anunciando de muy distinta manera que en otras poblaciones. Con el pregón de este año, Álora rompe una de sus virginidades. Se hace una excepción en nuestro ancestral mutismo cordial. Excepción, en cuanto a la forma de pregonar su semana mayor, hasta el fondo de sentirla, que al fin y al cabo, la mejor manera de pregonarla.

Todo en Álora, al filo ya de su semana santa, se concita y apresta para construir un anuncio extraordinario de esta conmemoración: El marco por el que han de desfilar las cofradías; las artísticas imágenes, con sus espléndidos tronos; el pueblo, devoto y penitente, qué siente entusiasmado el misterio de la redención; la saeta, remueve y aúna corazones, engarzándolos en corona de ofrenda…

Todo, en fin – hasta la misma primavera, fiel a sí misma por marcera-, se conjuga en Álora este año, aportando materiales inestimables para el anuncio de las solemnidades que se avecinan. Y ante tanta magnificencia y abundancia de elementos, pobre de mí, señalado con el dedo para este cometido, puedo por menos de exclamar, confuso y abrumado ¡Dios, pregón, si hubiera buen pregonero!

Cuatro flancos, y Álora en medio. Álora en medio como una compacta y sentada bandada de palomas blancas. Álora en medio, con sus calles antiguas y estrechas, torcidas y alegres, pendientes y anárquicas, esperando el paso y la bendición de sus imágenes en los días conmemorativos de la Pasión y Muerte del Señor.

Cuatro flancos. El Hacho, al fondo: como peineta que cobija, amorosa; que se inclina, qué curiosa y protectora, con ansias siempre remozada de mirar más y más, seguir contemplando eternamente.

Abajo – flanco cantarino y cristalino -, el río, padre de la vega. ¡Y cuidado que el río se le hacen faena!. Sangrías y más sangrías, para transformar sus aguas en perfumes y color. Y todo ello a costa de su ser de río: perdiendo esencia, para ganar afectos y corazones. Por eso el aguanta, patriarcal y bondadoso, sin dejar de entregarse, cantando y cantando…

En el otro flanco, terroso y pardo, contrastando – grave y austero – con la altura de los caseríos, en medio de un olivar rancio también y señor, el Convento. El Convento de nuestros paseos infantiles cuando el padre o el hermano mayor nos llevaban de la mano y nos lo hacían recorrer, contándonos como los frailes moraron allí antaño, con sus barbas rizadas y sus trajes talares con sus celdas silenciosas y desnudas, su espadaña cantarina, sus esqueletos y sus leyendas. El Convento, saturado de recuerdos de cilicios y disciplinas, de Maitines y Ángelus, de peregrinos y Porciúnculas…

Y como chiquillo goloso y sibarita que deja para el final de su ágape el mejor bombón de la caja, también nosotros reservamos el cuarto flanco de nuestro marco para este momento: Las Torres, el Castillo, “a par del río”: ruinas, historia, romance, evocación… Y morando en él, el Nazareno, a la entrada del cementerio donde los que se fueron reposan en el sueño de la eternidad. Todo el año allí el Señor, en la capilla de este histórico Castillo, presidiendo Álora entera, Álora integral. Hacia dentro, generaciones pasadas, silencio, muerte. Hacia fuera, latir de vida, ajetreo afanes y preocupaciones, de alegrías y tristezas, de esperanzas y desengaños. Y tú, Jesús, ahí en medio, la vida y la muerte – para expresar lo en nuestro lenguaje -, pero con todas las generaciones a tu vista: Las pasadas, las presentes, las futuras. ¡A ver entera bajo tu divino contemplar!

Todo el año allí al Señor, menos estos breves días en que su Cofradía toma, amorosa, la imagen para pasearla por las calles del pueblo. La imagen del Nazareno tiene en nuestra ciudad solera de tradición; solera que de año en año, al paso del tiempo, en el crisol de los corazones devotos, se va purificando, haciéndose vieja, ganando grados de veneración y entusiasmo, atrayendo cada vez más y en enfervorizando paulatinamente a quienes la vienen siguiendo desde su fundación, como el mejor legado de sus antepasados.

Vísperas de Semana Santa. Calle Ancha abajo, la imagen camino de la iglesia. Yo recuerdo algunas de aquellas tardes, cuando, como en familia, la acompañábamos hacia la Parroquia. Rayos de sol poniente reflejándose en la cruz. Alguna saeta que le salía al encuentro, anticipada y estremecida. Recuerda la prohibición de cantarle en este trayecto; prohibición de un párroco que ignoraba seguramente (no era aloreño) qué de curas de su parroquia heredamos la costumbre. Porque aquí, en Álora los sacerdotes nativos – y entonces los había numerosos- no podrían eludir, por eso, por nativos, el impulso de ofrenda popular qué es la saeta. Y en Semana Santa tenían doble quehacer que cualquier seglar y que cualquier cura extraño: de un lado, como tales sacerdotes, sus preceptivos oficios y cantos litúrgicos; y de otro, cómo perotes, las también obligadas saetas.

Devoción en el quinario. Las naves de la parroquia abarrotadas de fieles. Plegarias y peticiones, sermones y apologías. Fuera, en estos días previos, ajetreo de hermanos, reuniones, desplazamientos…

Túnicas, cera, iluminación, retoques al trono, músicas… Todo ese conjunto de heterogéneos elementos que en la tarde del Jueves Santos se integra y concreta en una sola cosa: la Procesión.

Juan Calderón Rengel  

 

 

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